Montaña, trigo, tigre
Nota de prensa
La primera etapa en la producción de Javier Arce apunta a la preocupación por la popularización de la imagen y su consumo inmediato. Retrata su inquietud desde el conflicto con lo global, lo que conecta con la lentitud de la práctica del dibujo. Desde hace más de una década, una vez instalado en su cabaña pasiega -las antípodas de lo global- el artista comienza a hablar desde lo particular y lo individual, lo que deviene en un mismo discurso crítico, sin menoscabar la disciplina del dibujo, pero esta vez reparando también en los usos pausados y gestos templados de los objetos y materiales que le rodean.
Un siglo antes, las imágenes –muchas de ellas anónimas- del fotógrafo Antonio Cavilla (1867-1908) tomadas en el África colonial (léase lo exótico desde ayer) se difundían en diarios como Blanco y Negro (vuélvase a entender: lo global por entonces). Parte de este legado, los retratos que el fotógrafo gibraltareño tomó en su estudio en Tánger, se dispone en línea a la entrada de esta exposición. Los modelos, utilizados en cartas de visita, postales o propaganda para occidente y fotografiados con ademán orientalista gracias a los telones retranqueados de su estudio, asoman hoy desde un fondo neutro en la galería. La herencia escenográfica en este compendio de matices mantiene su presencia en el resto de obras en las que Javier Arce toma partida, como dispositivo de superposición para la construcción de un relato en origen hegemónico y que se nos presenta confuso al recuperar las placas originales del fotógrafo y analizarlas desde una mirada presente más exhaustiva.
Al margen de la ficción creada en buena parte de las imágenes a base de atrezzo y objetos que el fotógrafo preservaba en su estudio, más de un siglo después existe en la población islámica y bereber un régimen de uso cotidiano de estos enseres. Cuestiones como quién hay detrás de la hiyab, qué hay en el interior de los tajin o la mirada desvanecida de los hombres que el fotógrafo retratara, necesitarían de un revelado adicional. Javier Arce ha dibujado con nitrato de plata un personaje de Cavilla que, junto a una handira, suspende sobre un palo de caña; o calca con químicos propios de la era analógica patrones del pavimento chino cordobés. Pero utiliza también mecanismos de la era postfotográfica, como el croma que relega detrás de un jaique Ida ou Nadif o el “ratón” para recortar y generar collages que acaba por ordenar con manos humanas. Ha recopilado y utilizado elementos y materiales que ha trabajado en las montañas de Siroua, como la luz que dibuja la vegetación sobre los papeles, pero que bajo un mismo sol, alcanza a traspasar una celosía que le permite establecer un patrón de capas y superposiciones en el espacio expositivo. Todo un entramado para abordar contrastes entre lo local y lo global, lo natural y lo construido, lo instantáneo y el reposo; en definitiva, una confrontación entre realidad y ficción.
Nos gustaría hacer uso del proverbio que, a su vez, el historiador y crítico Francisco Javier San Martín parafrasea del pueblo Masai con motivo de su texto en el catálogo de la reciente exposición de Javier Arce en el Centro Pepe Espaliú en Córdoba: «Uno no hereda los objetos de sus antepasados, sino que los toma prestados de sus descendientes». De la misma manera, volvemos a hacer visible la muestra que la institución le dedicó a Arce, sólo con las precisas adiciones o sustracciones (de obra) o necesarios recortes (por motivos de escala), igual que el artista construye una mirada pertinente de una identidad cultural a través del legado fotográfico de Cavilla sin modificar el estado primario de la realidad objetual perteneciente a los pueblos del norte de África.
«La herencia escenográfica en este compendio de matices mantiene su presencia en el resto de obras en las que Javier Arce toma partida, como dispositivo de superposición para la construcción de un relato en origen hegemónico y que se nos presenta confuso al recuperar las placas originales del fotógrafo y analizarlas desde una mirada presente más exhaustiva»