Tierra Siena, azul de Delft, bermellón de China
Nota de prensa
Cristina suele tomar prestadas cosas para hacer cosas. Quizás no sabe producir cosas nuevas, quizás se pregunta sobre las cosas existentes. Quizás forma parte de estos artistas a los que le interesa el arte. Quizás no.
Desde fuera, a primera vista, vemos un sistema de clasificación, información textual, fragmentos de reproducciones de pinturas y nombres de colores. También citas (¿o quizás todo son citas?) para titular las obras. El color local es un invento extranjero dice Cristina que decía Borges. Es un invento de alguien que viene desde fuera, que viene, mira e inventa. De hecho, cuando vamos fuera, todo aparece como subrayado, todo está resaltado, haciendo que las jerarquías de atención entre los objetos se diluyan. La invisibilidad que provoca la cotidianidad desaparece y son motivo de nuestro interés elementos superfluos para el contexto local. De hecho, no necesitamos ir muy lejos para que esto ocurra –detalles resaltan en casas ajenas– y más allá de que se trate de un mecanismo de defensa inconsciente producido por el desconocimiento de un contexto –en donde el peligro puede acechar desde cualquier posición– se trata de un lugar desde el que podemos observar detalles significantes otorgándoles los sentidos que nos interesen1.
En este caso Cristina se fija en fragmentos de pinturas, de hecho, reencuadra estas imágenes ofreciéndonos el cielo. Luego se pregunta si ese cielo que vemos –y nos permite ver– es el mismo que el de la persona que miraba cuando pintó el cuadro. Sí y no, ya que, si hablamos en serio, uno no puede bañarse en el mismo río dos veces (creo). Pero quizás sí, ya que en contraste con el evidente cambio paisajístico, el cielo puede permanecer y esto nos permite cargarnos las cronologías y suspender –por un momento– el tiempo. La pintura lo permite. De hecho, si nos fijamos en la clasificación de los cielos, vemos que el orden cronológico es irrelevante. Lo que importa es el color –¿eterno?– y, por eso, tomamos prestada una clasificación estándar del mismo, la gama Pantone. Tomar como referencia un sistema industrial de clasificación nos permite enfriar un poco la pieza y, a su vez, poetizar con la clasificación de los cielos y problematizar este sistema de control a través de unas muestras de color poco fiables, sucias, mezcladas, cambiantes y profundas. Una muestra de color inútil ya que contiene todos los colores. Como la cuatricromía con la que están impresas. Como la pantalla a través de la cual Cristina ha visitado los principales museos europeos acumulando pacientemente fragmentos de pinturas. Como el cielo. Evidenciando así la imposibilidad de conocer algo que no para de moverse.
El fragmento no es anecdótico, sino que nos sitúa en un rincón, en una periferia de la imagen donde no pasa nada, dejando fuera la situación que estaba representando el artista que pintó el cuadro. La relación entre esta situación –en principio, la importante– y lo que se nos muestra –el cielo– se mantiene gracias a la incorporación de los títulos en cada fragmento, tensando la relación entre imagen y texto e invitándonos a imaginar el bullicio del Gran canal con el puente de Rialto o el misterio de un Objeto campestre, a reír con un Paisaje del Pardo al disiparse la niebla totalmente nublado o a reconocer famosos en la memoria como El Pelele de Goya. Transformando la imagen transformamos también el título, ya que este no redunda sobre una imagen –deja de ser subtítulo– sino que la hace posible indicándonos lo que queda fuera de ella. La posición en la que se sitúan estos títulos se relaciona de una manera directa con los nombres que identifican un color determinado. Nombres que tradicionalmente hacen referencia a lejanos lugares de origen, y que nos permiten comprender que finalmente el color extranjero –Tierra Siena, azul de Delft o bermellón de China– es un invento local.
Creo que no vamos equivocados si pensamos que, como al Extranjero de Baudelaire, solo nos quedan las nubes (…) Eh! qu’aimes-tu donc, extraordinaire étranger? / J’aime les nuages… les nuages qui passent… là-bas… les merveilleux nuages… ya que tengo la sensación de que las reproducciones que aquí observamos, estas nubes hechas de pintura, son una invitación a mirar de cerca –como los pintores observando pintura–, algo que Cristina observa desde fuera, situándose como extranjera en su territorio2 y desde allí, sin embargo, nos invita a celebrar la pintura en sí misma, casi abstracta, acompañándonos, una vez más, a una posición que nos permite percibir, quizás, aquello más difícil; aquello obvio.
Enric Farrés Durán
[1] Quizás el principal peligro esté en creer que estamos descubriendo algo nuevo del lugar, aunque si lo pensamos bien, ¿qué más da? ¿Quién fundamenta las jerarquías entre construcciones simbólicas de un lugar, si este, al fin y al cabo no de deja de ser una mera ficción más?
[2] Me explico: Un día escuché a Ignasi Aballí decir algo como: ‘Podríamos clasificar a los artistas entre los que les interesa el arte, y los que no. Y esto es independiente de la calidad de sus obras’. Ignasi, como Cristina, se sitúa en este primer grupo.
«Lo que importa es el color –¿eterno?– y, por eso, tomamos prestada una clasificación estándar del mismo, la gama Pantone. Tomar como referencia un sistema industrial de clasificación nos permite enfriar un poco la pieza y, a su vez, poetizar con la clasificación de los cielos»